Abstract render of earth inside a glowing DNA strand

Hace miles de millones de años, la química orgánica del planeta estaba formada por los compuestos que más tarde generarían las primeras formas de vida, proteínas primigenias y ácidos precursores del ADN o del ARN, pero que ya tienen capacidades para hacer cosas”, explica. Es decir, que “algo se estaba cocinando”, aunque no sabemos si se formaron espontáneamente en este planeta o si llegaron en meteoritos. Aun así, esa realidad nos deja una pista esencial: “Todos los organismos terrestres usamos los mismos 20 aminoácidos para formar proteínas, desde el ser humano a la bacteria más sencilla”, destaca Dávila. “De ellos, 10 solo existen en la bioquímica terrestre y otros 10 los encontramos en meteoritos o los podemos hacer en el laboratorio. Eso nos dice que nuestra bioquímica tiene dos fuentes, una prebiótica, heredada del mundo que existía antes del origen de la vida, y otra que hemos ido completando a través de la evolución para solucionar los problemas de la vida en la Tierra”, relata.

Ante esa dicotomía entre el mundo prebiótico y la evolución, el astrobiólogo español propone una idea muy clara: “Si queremos buscar vida en otros lugares, tenemos que enfocarnos en aspectos de la vida que heredamos del mundo prebiótico, no en los que inventamos a través de la evolución, porque eso es idiosincrático de la Tierra y no tiene por qué haber sido igual en otros ambientes”, afirma. El mejor ejemplo es el ADN, “una invención terrestre para resolver un problema terrestre, así que no es algo que vayamos a encontrar necesariamente en Marte o en Encélado”, afirma.

En el mundo de la astronomía, especialmente desde que se han empezado a encontrar exoplanetas (planetas fuera del Sistema Solar), hace menos de tres décadas, se utilizan con frecuencia conceptos como “zona habitable” o “condiciones para la vida”. Sin embargo, ¿cómo estamos seguros de que otras formas de vida tienen las mismas necesidades que la nuestra? “Hemos aprendido de la vida terrestre que es capaz de adaptarse a casi todas las condiciones extremas, pero hasta un límite”, afirma el experto. Ambientes como el de las lunas de Júpiter y Saturno son tan parecidos al de nuestro planeta que “si encontramos algo allí, nos va a resultar familiar”.

Pero ¿qué ocurre con planetas mucho más alejados? Aunque los científicos no descartan sorpresas, consideran que “todas las formas de vida en el universo empiezan más o menos igual, porque tenemos las mismas cartas”. Dávila se refiere a ese mundo prebiótico de los 10 aminoácidos que podemos encontrar incluso donde no hay vida, ya que surge de operaciones sencillas, “con hidrógeno, CO2, reacciones de la atmósfera y las rocas”. Es decir, que “es muy posible que ese ambiente se repita en Marte o en Europa, y que sea algo muy común en el universo”. Sin embargo, si esos compuestos están dando origen a algún sistema biológico, “tienen que tener cualidades distintas, que entendemos y que podemos medir”. En ese sentido, un signo de vida puede ser la alteración en la distribución de los aminoácidos, ya que “la vida los usa para sus necesidades”. Según el investigador del Centro Ames, esto nos puede permitir distinguir entre ambientes “abióticos, prebióticos y claramente biológicos”, según las diferentes fases del proceso de evolución en las que se encuentre cada cuerpo celeste.

La rareza de la vida inteligente

En ese sentido, Dávila es muy optimista con respecto a las posibilidades de encontrar vida más allá de la protección de nuestra atmósfera, pero muy escéptico con respecto al grado de complejidad que haya podido alcanzar. “Creo que la vida en el universo es un fenómeno común, pero que la vida compleja y la inteligencia son extremadamente raras”, afirma, dejando claro que se trata de su impresión personal. “Si les preguntas a 100 astrobiólogos, encontrarás todo un abanico de opiniones, de un extremo al otro”, pero “el razonamiento con el que más sintonizo es que es extraordinariamente improbable que haya vida inteligente”, o más bien, matiza, “que es muy improbable que haya suficiente vida inteligente en el universo como para que la podamos detectar”.

“Aunque reduzcas el concepto de inteligencia a cosas básicas, como la inteligencia de una paloma, estamos ante un sistema extraordinariamente complejo en estructuras y en funciones”, explica, un sistema que “surge, básicamente, de la capacidad de algunos organismos terrestres de extraer una gran cantidad de energía del ambiente”. Algunos científicos consideran que la evolución de la inteligencia en la Tierra ha sido posible gracias a las células eucariotas, una teoría con la que Dávila está de acuerdo. Los animales, las plantas y los hongos tenemos este tipo de células, frente a bacterias, arqueas o algas, que cuentan con células procariotas. La diferencia es que las células eucariotas tienen un núcleo que contiene el material genético (ADN), mientras que en las procariotas está disperso en el citoplasma. “Ese momento, a partir del cual la inteligencia se hizo posible”, señala el astrobiólogo, “ocurrió hace 2.500 millones de años, cuando una célula bacteriana fue atrapada por una arquea y se formó una relación simbiótica entre esos dos organismos. Con el tiempo, la célula bacteriana se convirtió en la mitocondria”, el orgánulo de la célula que genera la energía.

“Hasta llegar ahí tuvieron que pasar muchas cosas distintas y en 4.500 millones de años de historia de vida en la Tierra solo ha ocurrido una sola vez, lo cual sugiere que es una cosa altamente improbable”, comenta. La evolución ha inventado 30 veces de forma independiente un órgano tan complejo como los ojos, y la capacidad de volar, cinco veces. Sin embargo, la simbiosis que dio lugar a las células eucariotas y, por consiguiente, a la inteligencia, es un episodio único. Si trasladamos esa escasa probabilidad al conjunto del universo, “esto nos sugiere que ha podido pasar muy pocas veces y que habrá, si la hay, muy poca vida inteligente”.

Cualquier posición seria con respecto a este tema “se basa en ejercicios de lógica”, admite, porque hay muy pocos datos, pero si la vida inteligente es realmente escasa en el universo, ¿qué probabilidades hay de que seres inteligentes nos visiten o de que nos podamos comunicar alguna vez con ellos? “Son milagros que añadir a una lista de milagros que ya es bastante extensa. Hay tantas cosas improbables que tienen que ocurrir para que podamos detectar vida inteligente, desde los aspectos más básicos de la bioquímica hasta los aspectos más complejos de la tecnología y la comunicación, que es difícil que eso ocurra”, insiste.

Aun así, hay prestigiosos científicos que tienen ideas opuestas. Uno de los mejores ejemplos es el de Avi Loeb, astrofísico de la Universidad de Harvard, que no solo defiende la existencia de la vida extraterrestre, sino que la busca activamente en nuestro propio planeta, pensando incluso que una nave alienígena puede haber acabado en el fondo del Pacífico. “Durante décadas, la astrobiología ha sido un parque de recreo para todo tipo de ideas, unas locas y otras racionales”, afirma Dávila al ser preguntado por esta cuestión. “Creo que se ha abusado de la flexibilidad que proporciona esta disciplina para proponer todo tipo de cosas, muchas de ellas con solamente una pátina superficial de lógica científica”, añade.

Esa tolerancia “ha sido útil para sacarnos de nuestra limitación de entender la vida en función de la vida terrestre”, pero llevada al extremo no conduce a nada. Para entenderlo mejor, pone un ejemplo más básico: “Hay gente que ha propuesto que puede existir vida en los lagos de metano de Titán, basándose únicamente en el hecho de que ese metano es líquido. Si fuera tan fácil, podría haber vida hasta en el núcleo de Júpiter”, argumenta. “¿Vida extraterrestre en la Tierra? Dame los datos, dime qué buscamos exactamente, por qué llegaría aquí o cuáles son las probabilidades. No puedes proponer una cosa que suena interesante, pero no cuenta con una estructura lógica por debajo, porque no es una forma eficiente de hacer ciencia”, afirma.

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