El sol calienta mi pelaje oscuro mientras descanso, a medias despierta, en la horquilla de una rama familiar. El aire huele a tierra húmeda después de la lluvia nocturna, a hojas verdes y al almizcle cercano de mi grupo. Abajo, el mundo se extiende vasto y antiguo, un tapiz de verdes y marrones bajo un cielo inmenso. Soy pequeña en esta inmensidad, pero mis sentidos están alerta, captando el susurro del viento entre las acacias, el parloteo distante de otros como yo, el zumbido de los insectos. Este es mi mundo, la tierra que mucho, mucho tiempo después llamarían Hadar, en Etiopía.1 Mis huesos, dispersos y fosilizados, contarían una historia fragmentada a seres muy diferentes que llegarían incontables estaciones más tarde. Me darían un nombre extraño, Lucy, inspirado por una canción suya sobre diamantes en el cielo, escuchada mientras celebraban mi hallazgo.1 Pero antes de ser huesos, fui vida. Fui calor, movimiento, miedo y curiosidad. Esta es la memoria grabada en esos huesos, la historia de una vida vivida entre las ramas y la tierra, entre parientes y peligros, un eco de los albores de lo que vendría después.

I. Despertar en Afar: Mis Primeros Pasos

Mis primeros recuerdos son sensaciones: el calor del cuerpo de mi madre, el áspero pero reconfortante agarre de su pelaje mientras me aferraba a ella. Su movimiento era un balanceo rítmico, ya fuera trepando con agilidad por los troncos o caminando sobre dos piernas por el suelo. El mundo era un torbellino de sonidos ahogados por su proximidad, el latido de su corazón, su respiración tranquila y los olores familiares de nuestro grupo: el olor acre de los machos más grandes, el aroma más suave de las otras hembras y sus crías. La seguridad estaba en ese contacto, en la protección de su presencia y la del grupo que nos rodeaba.

Mi madre era mi centro, pero lentamente mi mundo se expandió. Observaba a los demás miembros de nuestra banda. Había machos corpulentos, mucho más grandes y pesados que las hembras como mi madre y yo.4 Sus cuerpos rondaban los 45 kilogramos y su altura superaba la mía considerablemente, alcanzando quizás el metro y medio, mientras que nosotras, las hembras, apenas sobrepasábamos el metro de altura y pesábamos alrededor de 29 kilogramos.1 Esta diferencia era una característica constante de nuestro grupo. Veía a otras hembras cuidando a sus propias crías, y a los jóvenes, un poco mayores que yo, persiguiéndose y jugando entre las raíces o las ramas bajas, siempre bajo la mirada atenta de los adultos. Nuestro grupo era una mezcla de edades y tamaños, una pequeña comunidad moviéndose junta por el paisaje, similar a lo que los descubridores de mis huesos verían en el yacimiento AL 333, al que llamarían la «Primera Familia».5

Aprender era imitar. Observaba cómo mi madre y las otras hembras seleccionaban las hojas más tiernas, cómo golpeaban nueces o desenterraban raíces. Imitaba sus gestos, sus llamadas, aprendiendo el lenguaje silencioso de un movimiento de cabeza, de una mirada de advertencia. Exploraba mi entorno inmediato, aventurándome a unos pocos pasos de mi madre, tocando la corteza rugosa de los árboles, probando tímidamente una baya caída, siempre volviendo rápidamente a la seguridad de su lado. Mi cuerpo crecía rápido, más rápido que el de las crías de aquellos seres futuros que me encontrarían.6 Sin embargo, aunque mis piernas pronto fueron lo suficientemente fuertes para caminar y mis brazos para trepar, mi mente necesitaba más tiempo. Había tanto que aprender sobre qué comer, dónde encontrar agua segura, cómo reconocer el peligro en el susurro de la hierba alta o en una sombra fugaz. Esta necesidad de aprendizaje prolongado, incluso mientras mi cuerpo maduraba, nos hacía depender intensamente del grupo, de la protección y el conocimiento compartido por los mayores.9 La banda no era solo compañía, era supervivencia.

Yo misma era consciente de mi pequeña forma. Incluso de adulta, apenas superaba el metro de altura.1 Mi cráneo era pequeño, no mucho más grande que el de los monos ruidosos que a veces veíamos en lo profundo del bosque 1, y mi peso era ligero, alrededor de 27 kilogramos.1 Sentía mi pequeñez, especialmente al lado de los grandes machos, pero también sentía la agilidad que me daba, la facilidad con la que podía moverme entre las ramas que no soportarían su peso.

II. Dos Mundos: Entre las Ramas y la Tierra

Mi vida transcurría en dos reinos, el vertical de los árboles y el horizontal de la tierra, y me sentía en casa en ambos. Los árboles eran refugio y despensa. Sentía la seguridad en la altura, lejos de muchas de las amenazas que acechaban abajo. Mis brazos eran largos y fuertes, mis dedos de manos y pies curvados, perfectos para agarrar ramas y troncos.1 Podía moverme con confianza entre el dosel, alcanzando los frutos más altos, las hojas más tiernas. Por la noche, buscábamos lugares seguros en las alturas para descansar, ovillados en nidos improvisados o en plataformas naturales, escuchando los sonidos nocturnos del bosque sabiendo que estábamos relativamente a salvo. Mi hombro, similar al de los grandes simios que vivían más en los árboles, me permitía una gran movilidad para trepar.7

Pero la tierra también llamaba. Caminar sobre mis dos piernas traseras era diferente. El mundo se veía distinto desde esa postura erguida. Mis caderas eran anchas y cortas, mi rodilla se articulaba de una manera que permitía enderezar la pierna, y mis pies, aunque todavía con dedos algo curvados, tenían un talón firme y un dedo gordo alineado con los demás, adaptados para soportar mi peso y impulsarme hacia adelante.1 No caminaba exactamente como los humanos que vendrían después; mis pasos eran quizás más cortos, mi velocidad máxima menor, entre 0.6 y 1.3 metros por segundo según calcularían ellos 16, pero era una forma eficiente de moverme por el suelo.17 Caminar erguida me dejaba las manos libres para transportar comida encontrada, quizás para llevar a una cría aferrada a mi costado, o simplemente para mantener el equilibrio en terreno irregular. Era una habilidad fundamental, no un paso torpe o intermedio, sino una forma competente de desenvolverme en el mundo abierto.1

Nuestra vida era un flujo constante entre estos dos mundos. Trepábamos para comer, para dormir, para escapar del peligro súbito. Caminábamos erguidos para cruzar las extensiones de hierba entre bosquecillos, para seguir los cursos de agua, para cubrir distancias más largas en busca de nuevos recursos. No éramos criaturas atrapadas entre dos formas de ser, sino seres adaptados a un mundo complejo y cambiante. Esta habilidad para movernos con soltura tanto en las alturas como en el suelo era, en sí misma, una ventaja crucial. El paisaje que habitábamos no era uniforme; incluía bosques cerrados, zonas de matorral, praderas abiertas y las orillas húmedas de ríos y lagos.16 Ser capaces de explotar los recursos de todos estos entornos y de utilizar los árboles como vía de escape rápido de los depredadores terrestres, que eran una amenaza constante 22, nos permitió prosperar en este mosaico de hábitats del Plioceno. Esta versatilidad locomotora fue una de las claves de la larga permanencia de mi especie en esta tierra, casi un millón de años.6

III. Nuestra Banda, Nuestra Vida: Sustento y Sociedad

Cada día era una búsqueda. Nos movíamos como grupo, explorando nuestro territorio en busca de alimento. Nuestros ojos y manos buscaban los frutos maduros que colgaban de las ramas, las hojas tiernas y brotes, las semillas nutritivas caídas en el suelo, las raíces y tubérculos escondidos bajo tierra que desenterrábamos con esfuerzo.6 A veces, atrapábamos insectos lentos o pequeños lagartos que se cruzaban en nuestro camino.6 Recuerdo el dulzor pegajoso de los higos maduros, la textura harinosa de ciertas raíces, la dureza de algunas semillas que requerían la fuerza de nuestras robustas mandíbulas para ser abiertas.4 Nuestra dieta era variada, principalmente basada en plantas, pero éramos flexibles. Aprendimos a reconocer y consumir una amplia gama de alimentos, incluyendo aquellos que crecían en las zonas más abiertas, como ciertas hierbas o juncos nutritivos.25 Esta capacidad de comer diferentes tipos de plantas, tanto las de bosque (llamadas C3 por los científicos futuros) como las de espacios más abiertos (C4/CAM), era vital.25 En las épocas secas, cuando los frutos jugosos escaseaban, sabíamos encontrar alimentos más duros y fibrosos que, aunque menos apetecibles, nos permitían sobrevivir.6

La vida en grupo era compleja. Aunque los científicos futuros debatirían mucho sobre cómo nos organizábamos exactamente, basándose en el tamaño diferente de machos y hembras 27, yo recuerdo la presencia imponente de los machos más grandes. Quizás uno de ellos era el dominante, al que los demás mostraban deferencia, como sugerirían las huellas de Laetoli donde un individuo grande parecía caminar acompañado por otros más pequeños.30 Pero también recuerdo la cooperación constante. Nos acicalábamos unos a otros, reforzando lazos y manteniendo limpio nuestro pelaje. Nos comunicábamos con una variedad de gestos, posturas y vocalizaciones –gruñidos, chillidos, llamadas de contacto–, aunque nuestra laringe, según deducirían del hueso hioides de un joven de mi especie, era más parecida a la de los simios actuales, limitando la complejidad de nuestros sonidos.11 La vigilancia era compartida; mientras unos comían o descansaban, otros oteaban el entorno, atentos a cualquier señal de peligro.

Compartíamos el espacio y el tiempo. Había momentos de descanso a la sombra durante el calor del mediodía, momentos de interacción social, de juego entre los jóvenes, de cuidado paciente de las crías por parte de sus madres. La seguridad del grupo era primordial. Sabíamos que un individuo solo era vulnerable. Juntos, podíamos advertirnos del peligro y, a veces, incluso disuadir a un depredador con nuestros gritos y gestos amenazantes. La capacidad de nuestra especie para adaptarse a diferentes alimentos, para no depender exclusivamente de los recursos del bosque denso sino también explotar las plantas de las sabanas y zonas áridas 25, fue fundamental para nuestra supervivencia a largo plazo. El clima de África oriental no era constante; había fluctuaciones, periodos más secos y otros más húmedos.6 Nuestra dieta flexible nos permitió adaptarnos a estos cambios, encontrar sustento incluso cuando el paisaje se transformaba a nuestro alrededor. Esta adaptabilidad dietética fue, sin duda, una de las razones por las que mi especie, Australopithecus afarensis, persistió durante casi un millón de años en este dinámico mundo.6

IV. Sombras y Dientes: El Peligro Siempre Presente

El miedo era un compañero constante, un sabor metálico en la boca, una tensión en los músculos. Vivíamos en un mundo poblado por sombras con dientes afilados. Nuestros ojos escrutaban constantemente la hierba alta, las sombras bajo los árboles, la superficie del agua. Un sonido inesperado, el crujido de una rama seca, el vuelo repentino de los pájaros, podía helarnos la sangre y provocar una estampida hacia la seguridad de las ramas más cercanas.

Conocíamos a nuestros enemigos por sus olores, sus sonidos, las huellas que dejaban en el barro. Estaban las hienas grandes y poderosas, de mandíbulas capaces de triturar huesos, cuyos aullidos espeluznantes resonaban en la noche.34 Sus clanes eran una amenaza formidable. Y luego estaban los grandes felinos. Recuerdo el terror silencioso que inspiraban los gatos de dientes de sable, como Dinofelis u Homotherium, con sus colmillos curvos como cuchillos.34 Eran cazadores de emboscada, fantasmas moteados que podían aparecer sin previo aviso. También había otros grandes felinos, parecidos a los leones y leopardos que seguirían vagando por estas tierras mucho después 22, cuyas miradas ambarinas nos seguían desde la distancia. Nuestra pequeña estatura nos hacía presas atractivas.22

El agua, fuente de vida, también escondía la muerte. Acercarse a beber a la orilla de un río o un lago requería extrema precaución. Sabíamos que bajo la superficie tranquila podían acechar los cocodrilos, de fauces inmensas y ataque fulminante.22 Vimos a compañeros desaparecer en un remolino de agua y espuma, un recordatorio brutal de la fragilidad de nuestra existencia.

Hubo encuentros cercanos, momentos de pánico puro. Recuerdo una vez, mientras buscábamos raíces en un claro, el grito agudo de alarma de uno de los nuestros. Un felino moteado surgió de la hierba alta. Corrimos, el corazón golpeando contra las costillas, hacia el grupo de árboles más cercano. El sonido de las garras arañando la corteza justo debajo de mí mientras trepaba frenéticamente. Escapamos por poco, pero no siempre era así. A veces, faltaba alguien al reagruparnos. El silencio pesado del grupo, la mirada perdida en los ojos de una madre o un compañero, era el testimonio mudo de una pérdida.22

Nuestra supervivencia dependía de la vigilancia colectiva, de las llamadas de alarma que nos alertaban mutuamente, y de nuestra habilidad para usar el paisaje a nuestro favor. Los árboles eran nuestro principal refugio contra los depredadores terrestres.23 Nuestra capacidad para trepar rápidamente era tan vital como nuestra habilidad para caminar erguidos. Esta presión constante de los depredadores moldeó nuestra forma de vida. Nos obligó a permanecer juntos, a comunicarnos eficazmente, a estar siempre alerta, a conocer íntimamente nuestro entorno. La necesidad de detectar y evitar el peligro favoreció la agudeza sensorial y la cooperación dentro del grupo. El miedo nos mantenía vivos, afinando nuestros instintos y fortaleciendo nuestros lazos sociales. No éramos simplemente habitantes de este paisaje; éramos supervivientes en un mundo donde ser presa era una posibilidad diaria.22

V. Vagando por la Tierra Cambiante: Viajes a través de Afar

No estábamos atados a un solo lugar. Nuestra vida era un viaje constante, siguiendo los ritmos de la tierra. Nos movíamos con las estaciones, buscando las zonas donde los frutos maduraban, donde los brotes tiernos surgían después de las lluvias, o donde sabíamos que encontraríamos agua fiable durante las épocas secas. Nuestros viajes nos llevaban a través de un mosaico de paisajes aquí en la depresión de Afar.

Recuerdo la sombra fresca y profunda de los bosques más cerrados, donde la luz del sol apenas penetraba y los sonidos eran amortiguados. Luego estaban los bosques más abiertos, salpicados de claros herbosos, donde compartíamos el espacio con manadas de grandes animales de pasto, criaturas con cuernos y pezuñas que observábamos con cautela.20 Atravesábamos extensiones de matorral denso y espinoso, y seguíamos los cursos serpenteantes de los ríos, caminando por las llanuras de inundación fangosas, a veces cerca de grandes lagos cuyas aguas reflejaban el cielo.7 Cada paisaje ofrecía diferentes alimentos y diferentes peligros. Los sedimentos dejados por estos ríos y lagos, capa sobre capa, serían los que preservarían nuestros huesos y los de los animales con los que convivimos.8 A lo largo del tiempo que mi especie habitó esta región, el paisaje mismo cambió. Hubo épocas, como durante la deposición de los sedimentos llamados Sidi Hakoma, donde los bosques parecían más extensos.20 Más tarde, durante el tiempo de los sedimentos Kada Hadar, el ambiente se volvió más seco, más abierto, con más pastizales 20, similar a las sabanas que se encontraban más al sur.

Tengo una memoria vívida y extraña de un lugar diferente, quizás más al sur, o quizás en un tiempo distinto. La tierra estaba cubierta por una capa fina y gris de ceniza, aún húmeda por una lluvia reciente. Provenía de una montaña lejana que había escupido fuego y humo. Caminábamos sobre ella, yo y al menos otros dos de mi grupo, uno más grande –probablemente un macho– y otro de tamaño similar al mío o más pequeño.11 Recuerdo la sensación peculiar de la ceniza bajo mis pies desnudos, cómo se marcaban nuestras huellas profundas en el barro blando, dejando un rastro de nuestro paso.10 Esas huellas, endurecidas por el sol, permanecerían ocultas durante millones de años, un testimonio silencioso de nuestro caminar bípedo.4

Nos adaptábamos a los cambios sutiles y a los grandes. Sentíamos las estaciones, la llegada de las lluvias que reverdecían el paisaje, los largos periodos secos que marchitaban la vegetación y nos obligaban a buscar fuentes de agua permanentes o a depender de alimentos más resistentes.6 Nuestra capacidad para sobrevivir en tantos entornos diferentes –desde los bosques de Hadar hasta las llanuras de Laetoli o las riberas del lago Turkana 5– y a través de estos cambios climáticos y ambientales, demuestra nuestra resiliencia. No estábamos especializados en un único tipo de hábitat o alimento. Éramos generalistas, capaces de encontrar nuestro sustento y nuestro camino en las diversas y cambiantes condiciones del África oriental del Plioceno. Esta flexibilidad ecológica fue clave para que nuestra especie perdurara tanto tiempo en el gran tapiz de la vida.6

VI. Un Final, Un Comienzo: El Eco se Desvanece

Las estaciones pasaron, incontables ciclos de lluvia y sequía. Sentí cómo mi cuerpo envejecía. Ya no era la joven ágil que exploraba con curiosidad temeraria. Era una adulta madura, con más de veinte estaciones a mis espaldas 1, quizás con una lentitud incipiente en mis movimientos, una menor agudeza en mis sentidos. Vi nacer nuevas crías en el grupo, aferrándose a sus madres como yo lo hice una vez. Vi a otros envejecer y desaparecer, sus lugares vacíos en el círculo del grupo. El ciclo de la vida y la muerte era tan natural como la salida y la puesta del sol.

Mi último recuerdo es confuso, una imagen fragmentada. Estoy en lo alto de un árbol familiar, quizás buscando frutos maduros o un lugar seguro para descansar. El aire es cálido, el sol comienza a descender hacia el horizonte. Hay una sensación de desequilibrio, un instante de vértigo, el suelo que se acerca demasiado rápido… O quizás no fue así. Quizás fue la enfermedad, o el ataque silencioso de un depredador que no vi venir. Los que encontraron mis huesos mucho después debatieron sobre esto. Vieron fracturas, signos de un impacto violento, y sugirieron una caída desde una altura considerable, quizás 14 metros o más.1 Otros no estuvieron tan seguros, señalando que las marcas de depredadores no eran evidentes y que las fracturas podían haber ocurrido después de la muerte.5 Mi final, como gran parte de mi vida, permanece envuelto en el misterio del tiempo profundo.

Lo que sé es que mi cuerpo yació donde cayó, o donde fue abandonado. La carne desapareció, devuelta a la tierra. Los huesos se dispersaron lentamente, cubiertos por el sedimento traído por el agua y el viento. Permanecieron ocultos, mineralizándose, convirtiéndose en piedra, mientras el mundo sobre ellos cambiaba de formas inimaginables.

Y entonces, mucho, mucho después, fueron encontrados. Un esqueleto incompleto, apenas el 40% de lo que fui 1, pero suficiente para despertar la imaginación de una nueva especie, descendientes lejanos que buscaban sus propios orígenes. Me llamaron Lucy y me consideraron una «madre», una «abuela» de la humanidad.2 Aunque luego encontrarían a otros aún más antiguos 5, mi descubrimiento abrió una ventana a un pasado remoto, demostrando que caminar erguido precedió al gran crecimiento del cerebro que caracterizaría a mis descubridores.5 Mis huesos, guardados ahora en una caja fuerte en Addis Abeba 1, siguen contando una historia. Son un eco de Afar, un susurro del Plioceno, un testimonio de una vida vivida entre dos mundos, bajo la sombra constante del peligro, pero también bajo la luz del sol africano. Soy un eslabón en la larga cadena que condujo hasta ellos, un recuerdo de los primeros pasos de un viaje extraordinario.

Obras citadas

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  2. Lucy, “desde el cielo con sus diamantes” – Reflexiones de un primate, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://reflexiones-de-un-primate.blogs.quo.es/2016/09/06/lucy-desde-el-cielo-con-sus-diamantes/
  3. La autopsia a Lucy revela que murió al caer de un árbol – Terrae Antiqvae, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://terraeantiqvae.com/profiles/blogs/la-autopsia-a-lucy-revela-que-murio-al-caer-de-un-arbol
  4. bipedismo | All you need is Biology, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://allyouneedisbiology.wordpress.com/tag/bipedismo/
  5. Australopithecus afarensis – Wikipedia, la enciclopedia libre, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://es.wikipedia.org/wiki/Australopithecus_afarensis
  6. Australopithecus afarensis | The Smithsonian Institution’s Human …, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://humanorigins.si.edu/evidence/human-fossils/species/australopithecus-afarensis
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  10. ¿Qué nos falta por saber de Lucy? – Nutcracker Man, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://nutcrackerman.com/2014/11/18/que-nos-falta-por-saber-de-lucy/
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  44. Lucy (Australopithecus) – Wikipedia, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://en.wikipedia.org/wiki/Lucy_(Australopithecus)
  45. La autopsia a Lucy revela que murió al caer de un árbol – Terrae Antiqvae, fecha de acceso: mayo 2, 2025, https://terraeantiqvae.com/profiles/blogs/la-autopsia-a-lucy-revela-que-murio-al-caer-de-un-arbol?overrideMobileRedirect=1

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