Prólogo: Un Momento de Reflexión
Mientras los años avanzan y mi tiempo en el Instituto del Radio se vuelve más sereno, aunque nunca menos ocupado, mi mente a menudo viaja hacia atrás, recorriendo el largo y sinuoso camino que me trajo hasta aquí. Desde los ecos de Varsovia hasta los laboratorios de París, desde la alegría embriagadora del descubrimiento hasta el peso inesperado de la fama y la profundidad del duelo, mi vida ha sido un tapiz tejido con hilos de intensa luz y profunda sombra. Recuerdo las palabras que a menudo me repito a mí misma, casi como un mantra forjado en las dificultades: «Uno nunca se da cuenta de lo que se ha hecho; uno solo puede ver lo que queda por hacer».1 Es el espíritu de la ciencia, supongo, esta insaciable curiosidad que siempre mira hacia adelante.
Pienso en Polonia, mi amada patria, cuyo espíritu indomable alimentó mi propia determinación.3 Pienso en Pierre, mi compañero en la vida y en la ciencia, cuya pérdida dejó una herida que el tiempo nunca ha cerrado del todo, pero cuyo recuerdo me impulsó a continuar nuestra obra.4 Pienso en nuestras hijas, Irène y Ève, legados vivos de nuestro amor y testigos de mi viaje.5 Y pienso en la ciencia, esa amante exigente y hermosa, que me ha dado tanto y, quizás, también me ha costado tanto.7 El cansancio que a veces siento en mis huesos, la vista debilitada que requirió tantas intervenciones 9, son recordatorios silenciosos del precio pagado por trabajar tan íntimamente con las fuerzas que desvelamos. Pero como siempre he creído, y como Pierre expresó en su discurso Nobel, confío en que «la humanidad sacará más bien que mal de los nuevos descubrimientos».1 Es en esa fe, en la belleza intrínseca de comprender el universo, donde encuentro mi consuelo y mi propósito duradero.7
Capítulo 1: Ecos de Varsovia: Mis Raíces Polacas (1867-1891)
1.1 Una Familia Forjada en Patriotismo y Pérdida
Nací como Maria Skłodowska el 7 de noviembre de 1867, en Varsovia, en una Polonia entonces subyugada por el Imperio Ruso.3 Fui la quinta y última hija de Władysław Skłodowski y Bronisława Boguska, ambos educadores respetados.3 Mi padre, un hombre de ciencia que enseñaba matemáticas y física, dirigió incluso dos gimnasios masculinos en Varsovia.12 Mi madre regentaba un prestigioso internado para señoritas, aunque renunció tras mi nacimiento.12 Nuestro hogar respiraba un profundo patriotismo; ambas familias habían perdido fortunas y propiedades por su implicación en los levantamientos nacionales que buscaban restaurar la independencia de Polonia.3 Esta herencia nos marcó, condenándonos a una lucha constante por salir adelante en un entorno opresivo y económicamente difícil.3 Para complementar los ingresos, llegamos a alojar estudiantes en nuestra casa.12
El ambiente intelectual en casa era vibrante. Recuerdo a mi padre trayendo a casa equipos de laboratorio después de que las autoridades rusas prohibieran la instrucción práctica en las escuelas polacas, enseñándonos a usarlos en secreto.12 Él, un hombre de pensamiento libre, quizás ateo o agnóstico 3, contrastaba con la devota fe católica de mi madre.3 Esta dualidad en casa quizás sembró en mí una temprana independencia de pensamiento. Sin embargo, la tragedia golpeó pronto y con dureza. Mi hermana mayor, Zofia, murió de tifus en 1876, contraído de un huésped.12 Poco después, en mayo de 1878, cuando yo apenas tenía diez años, mi madre sucumbió a la tuberculosis.3 Estas pérdidas fueron devastadoras y me marcaron profundamente, llevándome a abandonar la fe católica de mi madre y abrazar una visión más agnóstica del mundo.12 Aquellos primeros años bajo el dominio ruso, marcados por la pérdida y la lucha constante por la identidad polaca, forjaron en mí una cierta resiliencia, una negativa silenciosa a doblegarme ante la adversidad.3
1.2 Sed de Conocimiento: Estudios Secretos en la Universidad Volante
A pesar de las sombras, mi sed de conocimiento era insaciable. Destaqué en mis estudios, graduándome en el gimnasio femenino con una medalla de oro en junio de 1883.3 Sin embargo, el esfuerzo me pasó factura; sufrí un colapso, quizás por depresión, y pasé el año siguiente recuperándome en el campo con familiares.12 Sabía que mi camino académico formal estaba bloqueado en Polonia: la Universidad de Varsovia no admitía mujeres.12 Pero la llama del aprendizaje no se extinguía fácilmente en la Varsovia ocupada.
Junto a mi hermana Bronisława, o Bronya como la llamábamos, me uní a la «Universidad Volante» (Uniwersytet Latający), una institución clandestina y patriótica.3 Era una universidad secreta, nocturna, que cambiaba constantemente de ubicación para eludir a la policía zarista.15 Profesores voluntarios, grandes científicos y escritores de la ciudad, impartían clases a jóvenes polacos, especialmente mujeres, desafiando la censura rusa y manteniendo viva la llama de la educación polaca tradicional.3 Era un acto de desafío intelectual y político, una continuación de la resistencia que había definido a mi familia.3 Las condiciones eran precarias, siempre improvisadas 15, pero la importancia de aquel refugio educativo era inmensa. Allí, en esas aulas clandestinas y cambiantes, alimenté mi intelecto y reafirmé mi compromiso con el conocimiento, aprendiendo a estudiar y prosperar incluso con recursos limitados, una habilidad que me sería indispensable en el futuro.15
1.3 Los Años de Institutriz: Sueños Aplazados y Lecciones Aprendidas
Sabíamos, Bronya y yo, que para obtener una verdadera formación profesional debíamos ir a Europa Occidental.16 Hicimos un pacto: yo trabajaría como institutriz para financiar los estudios de medicina de Bronya en París, y ella, una vez establecida, me ayudaría a mí.3 Así comenzaron varios años de espera y trabajo arduo. Primero fui tutora en Varsovia, y luego pasé dos años como institutriz en Szczuki, con la familia Żorawski, parientes lejanos de mi padre.12 Allí, además de enseñar a los niños de la familia, dedicaba parte de mi tiempo libre a enseñar a leer en secreto a los hijos de los campesinos polacos, una actividad arriesgada bajo el régimen ruso.16
Mis horas libres eran para el estudio autodidacta. Devoraba libros sobre múltiples temas, intercambiaba cartas y problemas matemáticos con mi padre, y descubrí mi afinidad por las matemáticas, la física y la química.12 Fue durante mi estancia con los Żorawski que mi corazón conoció el amor y también la amargura. Me enamoré de su hijo, Kazimierz Żorawski, un joven destinado a ser un matemático eminente.12 Pero sus padres rechazaron la idea de que se casara con una pariente pobre, y él no tuvo la fuerza para oponerse.12 Fue un golpe doloroso, una lección temprana sobre las barreras sociales y económicas que se interponían en el camino, quizás fortaleciendo mi determinación de forjar mi propio destino.
Regresé a Varsovia a principios de 1889.12 Continué trabajando como institutriz, estudiando en la Universidad Volante y, crucialmente, comencé mi formación científica práctica (1890-1891) en un laboratorio de química del Museo de Industria y Agricultura, cerca del casco antiguo de Varsovia.12 Mi padre pudo conseguir un puesto mejor remunerado y me ayudó económicamente.12 Aún así, reunir los fondos necesarios para París llevó tiempo. Finalmente, a finales de 1891, con 24 años, el momento llegó.12 Aquellos años de institutriz, aunque retrasaron mi sueño parisino, me enseñaron disciplina, independencia intelectual y me enfrentaron a la dura realidad de las limitaciones impuestas por la sociedad y la economía. El pacto con Bronya fue un testimonio de la solidaridad femenina, una forma de sortear juntas las barreras que se nos imponían.3
Capítulo 2: París, Ciudad de Luz y Aprendizaje (1891-1897)
2.1 Llegada a la Sorbona: Un Mundo se Abre
El viaje a París a finales de 1891 fue largo y arduo, un símbolo de la determinación que me impulsaba.15 Tres días en tren, sentada en un taburete que yo misma llevé, en un compartimento sin calefacción, envuelta en una manta y comiendo alimentos fríos.15 Pero no me importaba. A mis 24 años, finalmente iba a tener la oportunidad de una educación universitaria adecuada en la Sorbona, la Universidad de París.3
Al principio, me alojé con Bronya y su marido, Casimir Dluski, otro patriota polaco al que había conocido en la facultad de medicina.14 Me inscribí en el Departamento de Ciencias y, para integrarme mejor en mi nuevo entorno, comencé a usar la versión francesa de mi nombre: Marie.14 Fue un paso pragmático, una adaptación necesaria, aunque mi corazón siempre permanecería ligado a mi Polonia natal, como demostraría años más tarde al nombrar mi primer descubrimiento.3 La sensación de caminar por los pasillos de la Sorbona, de tener acceso a una educación formal de alto nivel después de tantos años de estudio clandestino y autodidacta, era embriagadora. Un mundo nuevo se abría ante mí.
2.2 Vida en una Buhardilla: Sobreviviendo a Pan, Té y Física
La casa de los Dluski estaba a una hora de tranvía tirado por caballos de la universidad, un tiempo y un dinero que sentía desperdiciados.14 Además, mi padre me había advertido sobre los riesgos de involucrarme demasiado en la activa comunidad de exiliados polacos en París, temiendo que pudiera poner en peligro mis perspectivas futuras o incluso a nuestros familiares en Polonia.14 Así que, después de unos meses, me mudé al Barrio Latino, el distrito de estudiantes y artistas, cerca de la universidad.14
Mi alojamiento era una pequeña y fría buhardilla en un sexto piso.15 Las condiciones eran de extrema pobreza.13 Hay historias de aquellos años, y son ciertas: cómo me abrigaba en invierno poniéndome toda la ropa que poseía, cómo a veces me desmayaba de hambre porque estaba demasiado absorta en mis estudios como para recordar comer.3 Mi sustento era esporádico; apenas ganaba lo suficiente para vivir dando clases particulares, y mi dieta a menudo consistía en poco más que pan y té.3 No tenía cocina, así que no podía cocinar comidas calientes.15 Bronya tenía que venir en mi ayuda de vez en cuando.14 Pero vivir sola, a pesar de las penurias, me permitió concentrarme por completo en mis estudios.14 Aquella privación extrema fue una prueba de resistencia física tanto como intelectual. Forjó en mí una capacidad de concentración extraordinaria y una tolerancia a las condiciones difíciles que resultarían cruciales para el trabajo que me esperaba, sin yo saberlo, en otro cobertizo mal equipado años más tarde.11 Mi elección de la soledad de la buhardilla sobre la relativa comodidad en casa de Bronya demostraba mi prioridad absoluta: el estudio por encima de todo.14
2.3 Triunfos Académicos en Medio de la Adversidad
Pronto me di cuenta de que mis temores sobre mi preparación eran fundados.14 Mis conocimientos de matemáticas y ciencias, así como mi dominio del francés técnico, no estaban a la altura de los de mis compañeros.14 Tenía mucho terreno que recuperar. Pero me negué a desanimarme; estaba decidida a superar estas deficiencias a base de trabajo diligente.14
Y la diligencia dio sus frutos. En el verano de 1893, terminé primera en mi licenciatura (entonces llamada licence) de física, y al año siguiente, segunda en la de matemáticas.3 La falta de dinero casi me impide cursar la licenciatura de matemáticas, pero algunos científicos franceses de alto nivel reconocieron mis capacidades e intervinieron.14 Obtuve una beca destinada a un estudiante polaco destacado.14 Antes incluso de terminar matemáticas, la Sociedad para el Fomento de la Industria Nacional me encargó un estudio sobre las propiedades magnéticas de diferentes aceros en relación con su composición química.14 Estos logros, conseguidos a pesar de partir con desventaja y vivir en la pobreza extrema, fueron una validación inmensa. Demostraban que mi intelecto y mi ética de trabajo podían superar las barreras. El reconocimiento externo, a través de la beca y el encargo de investigación, indicaba que mi talento empezaba a ser visible, a pesar de ser mujer y extranjera en el competitivo mundo académico parisino.14 Y fue precisamente esa investigación sobre el magnetismo, esa necesidad práctica de encontrar un laboratorio, lo que me llevaría al encuentro más trascendental de mi vida.14
Capítulo 3: Un Encuentro Destinado: Pierre (1894-1903)
3.1 Conociendo al Hombre que Compartía Mis Sueños
La necesidad de encontrar un espacio de laboratorio para mi estudio sobre el magnetismo del acero me consumía en la primavera de 1894.14 Mencioné mi problema a un físico polaco conocido, Józef Wierusz-Kowalski.20 A él se le ocurrió que su colega Pierre Curie podría ayudarme.14 Pierre era jefe de laboratorio en la Escuela Municipal de Física y Química Industriales de París.14 Era un científico brillante, unos diez años mayor que yo, conocido por sus investigaciones pioneras sobre el magnetismo y, junto a su hermano Jacques, sobre la piezoelectricidad.14 Nuestro conocido polaco no era consciente de lo inadecuadas que eran las propias instalaciones de laboratorio de Pierre, pero sugirió que quizás él podría encontrarme un hueco.14
Nos presentaron.14 La conexión intelectual fue inmediata.21 Encontré en Pierre no solo a un físico de gran inteligencia, sino a un alma gemela científica, un hombre cuya dedicación a la investigación resonaba profundamente con la mía. Él, por su parte, pareció ver en mí algo más que una estudiante necesitada de espacio; vio a una científica dedicada.23 Su respeto por mi intelecto desde el primer momento fue un bálsamo, un marcado contraste con el sexismo latente que a menudo encontraba en el mundo académico.23
3.2 Una Asociación en la Ciencia y en la Vida
Nuestra relación se profundizó rápidamente, pasando del respeto mutuo y la camaradería científica al amor.14 Pierre, que casi había renunciado al amor tras la muerte de una compañera cercana años atrás 14, me propuso matrimonio ese mismo año, 1894.20 Dudé.20 Mi compromiso con Polonia, mi sueño de regresar y trabajar por mi patria, pesaba mucho.21 Además, la incertidumbre sobre el futuro me frenaba.
Ese verano, tras aprobar mis exámenes de matemáticas, regresé a Polonia, sin saber si volvería a Francia.14 Mis esperanzas de encontrar un lugar en el mundo científico polaco se vieron frustradas: la Universidad de Cracovia me rechazó por ser mujer.23 Fue una bofetada de realidad, un recordatorio brutal de las barreras que aún existían. Mientras tanto, las cartas de Pierre llegaban, llenas de sentimiento y persuasión.14 Me hablaba de una vida juntos, «hipnotizados por nuestros sueños: tu sueño patriótico, nuestro sueño humanitario y nuestro sueño científico».21 Su respeto por mi identidad polaca, su disposición incluso a mudarse a Polonia si era necesario 21, me conmovió profundamente. Contrastaba dolorosamente con las puertas cerradas que encontraba en mi propia tierra. Tomé mi decisión: regresaría a París para realizar mi doctorado.14
Antes de que nuestros caminos se unieran definitivamente, insistí en que Pierre completara su propio doctorado.3 Había realizado investigaciones importantes durante años, pero nunca había formalizado su tesis sobre magnetismo.14 Era importante para mí que ambos estuviéramos en pie de igualdad académica, que nuestra asociación se basara en el apoyo mutuo y el reconocimiento del potencial del otro.3 Él lo hizo, instado por mí.3
3.3 Nuestros Humildes Comienzos: Matrimonio e Investigación Compartida
Nos casamos el 26 de julio de 1895, en una sencilla ceremonia civil en el ayuntamiento de Sceaux, donde vivían los padres de Pierre.21 No hubo servicio religioso; mi agnosticismo tras la muerte de mi madre 14 y la educación no practicante de Pierre 14 nos unían también en eso. Tampoco intercambiamos anillos.14 Mi atuendo nupcial fue un práctico traje azul oscuro, que me serviría durante años en el laboratorio.14 Con el dinero recibido como regalo de bodas, compramos un par de bicicletas 23, y nuestra luna de miel fue una excursión ciclista por la costa de Bretaña.21 Luego nos instalamos en nuestro hogar parisino en el Boulevard Kellermann.21
Nuestra vida juntos se definió por una unión excepcionalmente estrecha, tanto en el afecto como en el trabajo.20 Pasábamos casi todo nuestro tiempo juntos, compartiendo el laboratorio en la Escuela de Física y Química.11 Al principio, Pierre se centró más en la física de nuestros estudios conjuntos, y yo en la química.23 Publiqué mi primer trabajo sobre las propiedades magnéticas del acero templado, por el que recibí el Premio Gegner de la Academia de Ciencias en 1898.21 Nuestra asociación fue descrita como un matrimonio de iguales 21, algo poco común en la época, y fundamental para que yo pudiera desarrollar mi carrera científica. Un colega llegó a decir que yo era «el mayor descubrimiento de Pierre» 23, pero la realidad es que nos encontramos mutuamente, un amor, un socio y un colaborador científico en quien podía confiar plenamente.23 La practicidad y la falta de convencionalismos de nuestra boda reflejaban nuestro enfoque compartido: la sustancia –la ciencia, nuestra unión– por encima de las apariencias sociales.14
3.4 Maternidad y Laboratorio: La Llegada de Irène
El 12 de septiembre de 1897 nació nuestra primera hija, Irène.21 La maternidad trajo una nueva dimensión a mi vida, pero enfaticé desde el principio que no detendría mi investigación.21 A menudo me preguntaban, especialmente otras mujeres, cómo podía conciliar la vida familiar con una carrera científica. Debo admitir que «no ha sido fácil».1 Sin embargo, contamos con una ayuda inestimable: el padre de Pierre, el Dr. Eugène Curie, un médico viudo, se mudó con nosotros y se dedicó al cuidado de Irène, permitiéndome continuar con mi trabajo en el laboratorio.5 Su apoyo fue crucial. Mi determinación de seguir investigando inmediatamente después del nacimiento de Irène demostraba mi compromiso inquebrantable con la ciencia, desafiando las expectativas contemporáneas sobre el papel de la mujer y la madre.21
Capítulo 4: Los Misterios Dentro de la Materia (1897-1903)
4.1 Investigando los Rayos de Becquerel: Una Tesis Despega
El final del siglo XIX fue una época de efervescencia científica. Wilhelm Roentgen había descubierto los misteriosos rayos X en 1895 27, capaces de atravesar la materia opaca. Poco después, en 1896, Henri Becquerel observó que los compuestos de uranio emitían espontáneamente unos rayos penetrantes, incluso en la oscuridad.11 Sin embargo, la atención de la comunidad científica se centraba abrumadoramente en los más espectaculares rayos X, dejando los débiles «rayos de uranio» de Becquerel en una relativa oscuridad.27
Fueron precisamente esos rayos ignorados los que captaron mi interés a finales de 1897.27 Con el apoyo de Pierre, decidí que serían el tema de mi tesis doctoral.4 Nuestro espacio de trabajo era un antiguo almacén, húmedo y mal equipado, en la Escuela de Física y Química; un lugar poco propicio, pero era lo que teníamos.18 Mi herramienta clave fue el electrómetro, un instrumento de precisión desarrollado años antes por Pierre y su hermano Jacques, basado en el efecto piezoeléctrico.22 Este aparato me permitía medir las débiles corrientes eléctricas generadas cuando los rayos atravesaban el aire, cuantificando así la intensidad de la radiación.27 Mi elección de este tema, menos popular pero fundamental, demostró ser una intuición afortunada, abriendo una puerta a un territorio completamente nuevo.27 La dependencia del electrómetro de Pierre desde el inicio subrayó la naturaleza colaborativa de nuestra empresa científica.27
4.2 Radioactividad: Una Propiedad del Átomo Mismo
Comencé realizando experimentos sistemáticos. Confirmé las observaciones de Becquerel: la radiación del uranio era constante, independiente de si el uranio estaba pulverizado, puro o en un compuesto, húmedo o seco, expuesto a la luz o al calor.27 Pero fui más allá. Mis mediciones precisas revelaron un hecho crucial: la intensidad de la radiación emitida dependía únicamente de la cantidad de uranio presente en la muestra.22 No importaba la forma química o física del compuesto.
Investigué otros elementos conocidos. Descubrí que el torio también emitía rayos similares, un hallazgo realizado casi simultáneamente por G.C. Schmidt en Alemania.22 La conclusión lógica, aunque radical para la época, fue que la emisión de estos rayos debía ser una propiedad inherente al átomo mismo, algo que ocurría en el interior del átomo, independientemente de cómo estuvieran dispuestos en las moléculas.22 Esta fue, quizás, mi contribución conceptual más importante a la física.22 Desafiaba la noción milenaria del átomo – la palabra misma significa «indivisible» – como la partícula más fundamental e inmutable de la materia.27 Para describir este fenómeno, acuñé un nuevo término: «radioactividad».3 Con ello, no solo nombraba un fenómeno, sino que definía un nuevo campo de estudio que apenas comenzaba a vislumbrarse.34
4.3 La Caza en la Pechblenda: Emergen el Polonio y el Radio
Mi siguiente paso, lógico y brillante en su simplicidad, fue examinar minerales naturales que contenían uranio y torio.22 Probé varias muestras, incluyendo la pechblenda y la calcolita (o torbernita).18 Los resultados fueron sorprendentes: estos minerales eran mucho más radiactivos – la pechblenda hasta cuatro o cinco veces más – de lo que podía explicarse por su contenido conocido de uranio o torio.18 La hipótesis surgió de inmediato: debía haber en esos minerales pequeñas cantidades de algún elemento desconocido, pero inmensamente radiactivo.11
Pierre, fascinado por esta posibilidad, decidió aparcar su propia investigación sobre cristales y unirse a mi búsqueda.11 Trabajamos en equipo. La tarea era formidable: la pechblenda es un mineral complejo, una mezcla de hasta treinta elementos diferentes.18 Nuestro método consistió en aplicar procedimientos químicos estándar para separar los componentes de la pechblenda en diferentes fracciones. Luego, utilizando el electrómetro como guía, medíamos la radiactividad de cada fracción para rastrear la sustancia desconocida.18 Esta combinación de análisis químico meticuloso y medición de radiactividad fue nuestra innovación metodológica.18
Pronto identificamos dos fracciones químicas que mostraban una radiactividad excepcionalmente alta: una que contenía principalmente bismuto y otra que contenía bario.18 En julio de 1898, publicamos nuestra conclusión: la fracción de bismuto contenía un nuevo elemento, químicamente similar al bismuto pero intensamente radiactivo. Lo llamamos «polonio», en honor a mi patria.3 Fue un acto deliberado, un guiño científico a la lucha de Polonia por su independencia.3 Pocos meses después, en diciembre de 1898, anunciamos el descubrimiento de un segundo elemento nuevo en la fracción de bario, aún más radiactivo que el polonio. Lo llamamos «radio», derivado de la palabra latina para «rayo».11 Habíamos abierto una nueva puerta en la tabla periódica y en la comprensión de la materia.
4.4 Trabajo en el Cobertizo: Aislando los Elementos
Descubrir los elementos era solo el primer paso. Para convencer a la comunidad científica de su existencia y determinar sus propiedades, necesitábamos aislarlos en estado puro.11 La tarea resultó ser hercúlea. Los nuevos elementos estaban presentes en la pechblenda en cantidades ínfimas. Necesitaríamos procesar toneladas de mineral para obtener apenas una fracción de gramo.11
Gracias a una donación del gobierno austriaco, obtuvimos una tonelada de residuos de pechblenda.18 Nuestro laboratorio seguía siendo aquel «miserable cobertizo viejo», húmedo y sin ventilación adecuada.11 El trabajo era físicamente agotador: moler, disolver, filtrar, precipitar, recoger, redisolver, cristalizar y recristalizar, en lotes de 20 kilogramos.11 Era un trabajo pesado y repetitivo. Contamos con la ayuda de la Compañía Central de Productos Químicos para algunas de las etapas industriales.18 Durante este tiempo, ambos empezamos a sentirnos enfermos y físicamente exhaustos; nuestras manos estaban a menudo en carne viva e inflamadas por manipular continuamente material altamente radiactivo.11 En aquel momento, ignorantes de los peligros a largo plazo, perseveramos, consumidos por la pasión científica.11 Aquellos síntomas eran las primeras advertencias del enemigo invisible con el que trabajábamos tan de cerca.9
Finalmente, después de más de tres años de trabajo incesante, en 1902, logré aislar una décima de gramo de cloruro de radio puro y determinar su peso atomicó.11 Fue un triunfo de la perseverancia sobre dificultades técnicas y físicas extremas. Sin embargo, nunca logré aislar polonio puro; su corta vida media de solo 138 días lo hacía demasiado esquivo.18 Habíamos creado lo que llamé «una química de lo invisible».34 Sobre la base de esta investigación, obtuve mi doctorado en ciencias en junio de 1903.3 La aislamiento del radio no solo probó su existencia, sino que proporcionó la sustancia clave que abriría las puertas a la física nuclear y a futuras aplicaciones médicas.34 Nuestra decisión de no patentar el proceso de aislamiento 41, a pesar del enorme esfuerzo, reflejaba nuestra convicción de que los descubrimientos científicos debían pertenecer a toda la humanidad.
Capítulo 5: Fama, Fortuna y Desamor (1903-1906)
5.1 El Premio Nobel: Un Honor sin Precedentes (y una Omisión Inicial)
El reconocimiento a nuestro arduo trabajo llegó en 1903. Se nos concedió el Premio Nobel de Física, compartido con Pierre y Henri Becquerel, por nuestras «investigaciones conjuntas sobre los fenómenos de radiación descubiertos por el profesor Henri Becquerel».4 Tuve el honor de ser la primera mujer en recibir un Premio Nobel.4
Sin embargo, este honor no llegó sin controversia. La Academia Francesa de Ciencias había nominado inicialmente solo a Pierre y a Becquerel.4 Mi exclusión, a pesar de mi papel central en la concepción y ejecución de la investigación sobre la radiactividad, fue un claro ejemplo del sesgo de género imperante en la comunidad científica.25 Fue necesaria la intervención de un miembro del comité de nominación sueco, el matemático Magnus Goesta Mittag-Leffler, quien alertó a Pierre de la situación.10 Pierre, con una integridad que siempre admiré, respondió dejando claro que un premio por la radiactividad que no reconociera mi papel fundamental sería una parodia.4 Gracias a su firme postura, mi nominación de 1902 fue validada para 1903.10 La redacción final de la mención del premio fue cuidadosa, evitando mencionar específicamente el descubrimiento del polonio y el radio, quizás porque los químicos del comité consideraban que eso podría merecer un futuro Premio Nobel de Química, o porque aún existían dudas al no haber sido aislados en cantidades significativas.10 Nos sentimos demasiado enfermos y ocupados para viajar a Estocolmo para la ceremonia en diciembre de 1903.10
5.2 El Resplandor del Foco Público
Las secuelas del Nobel transformaron nuestras vidas. La fama nos encontró, acostumbrados como estábamos a la tranquilidad y concentración de nuestro laboratorio.10 De repente, nos vimos acosados por periodistas y fotógrafos, tanto en el trabajo como en casa.10 Incluso nuestra pequeña Irène, de seis años, no estaba a salvo de sus miradas indiscretas.10 Esta pérdida de privacidad nos resultaba profundamente incómoda y perturbadora.10
Finalmente, en junio de 1905, viajamos a Estocolmo para pronunciar la conferencia Nobel.10 La costumbre dictaba que Pierre diera la conferencia, pero tuvo sumo cuidado en distinguir mi trabajo independiente de nuestros esfuerzos conjuntos.3 Tras exponer la ciencia de la radiactividad, añadió una nota de cautela, reflexionando sobre si la humanidad se beneficiaría de conocer los secretos de la naturaleza, o si este conocimiento podría ser perjudicial, señalando que el radio podría ser «muy peligroso en manos criminales». No obstante, concluyó con optimismo, alineándose con el propio Nobel al creer que «la humanidad obtendrá más bien que mal de los nuevos descubrimientos».10 Sus palabras mostraban una temprana conciencia de las responsabilidades éticas que acompañan a los grandes avances científicos, un eco de mis propias preocupaciones posteriores sobre la seguridad del radio.9 El dinero del premio, por supuesto, fue muy útil 10, pero la fama resultó ser una espada de doble filo, proporcionando recursos pero robándonos la paz necesaria para la reflexión científica.10
5.3 Nuevos Comienzos, Nueva Vida: Ève y la Cátedra de la Sorbona
En 1904, Pierre fue nombrado catedrático de física en la Sorbona.10 Sin embargo, incluso con el prestigio del Nobel, asegurar los recursos adecuados seguía siendo una lucha. La universidad solo asignó los fondos necesarios para un laboratorio después de que Pierre rechazara inicialmente la oferta debido a la falta de instalaciones adecuadas.10 Con su nombramiento, yo recibí por primera vez un puesto oficial y un salario universitario como jefa de laboratorio.10 Era un paso adelante, pero mi posición seguía vinculada a la de Pierre, reflejando las persistentes barreras institucionales para las mujeres.
En medio de estos cambios profesionales, nuestra familia creció. Nuestra segunda hija, Ève, nació en diciembre de 1904.5 Aunque me tomé un breve descanso, pronto reanudé tanto mi investigación como mi docencia en la Escuela Normal Superior de Sèvres.10 Continué mis esfuerzos por aislar radio metálico puro, una tarea que aún no había concluido.28 El nacimiento de Ève y mi rápido regreso al trabajo demostraron una vez más mi determinación para compaginar las exigencias de la familia y una carrera científica de alto nivel.10
5.4 19 de Abril de 1906: El Día que el Mundo se Detuvo
La felicidad y la promesa de estos nuevos comienzos se hicieron añicos de la forma más brutal e inesperada. El 19 de abril de 1906, Pierre murió en un accidente callejero en París, atropellado por un carruaje tirado por caballos.4 La noticia me dejó devastada. Había perdido no solo a mi marido, sino a mi más íntimo compañero, mi mejor amigo, mi colaborador científico indispensable.4 Nuestra asociación única, que había definido mi vida adulta y mi carrera, se había roto para siempre. Como escribí más tarde: «Aplastada por el golpe, no me sentía capaz de afrontar el futuro».4 Sin embargo, en medio del dolor abrumador, recordaba lo que Pierre solía decir: que, incluso privada de él, debía continuar mi trabajo.4 Continuar sola requeriría una fuerza inmensa y una redefinición de mi identidad científica.
Capítulo 6: Profesora Curie: Sola pero Indómita (1906-1914)
6.1 Asumiendo el Manto de Pierre: Una Mujer en la Sorbona
Tras la muerte de Pierre, la Facultad de Ciencias de la Sorbona me ofreció su cátedra.11 En mayo de 1906, acepté, convirtiéndome así en la primera mujer profesora en la historia de la Sorbona.4 Fue un hito para las mujeres en la academia francesa, pero también sentí el peso de la responsabilidad y quizás de las expectativas. Me encontraba directamente bajo la sombra de Pierre, ocupando su puesto. Mi tarea era doble: honrar su legado continuando nuestro trabajo y, al mismo tiempo, establecer mi propia autoridad científica de forma independiente.11 Retomé sus clases exactamente donde él las había dejado 11, jurando continuar la obra que habíamos comenzado juntos.4
6.2 La Búsqueda del Radio Puro
Mi trabajo científico continuó sin descanso. Me enfoqué en la tarea pendiente de aislar el radio en su forma metálica pura, distinto del cloruro de radio que habíamos obtenido años antes.28 Colaboré en esta ardua tarea con André Debierne, un químico que había sido alumno de Pierre.28 Finalmente, en 1910, lo conseguimos.28 Obtener el elemento puro era científicamente crucial para determinar sus propiedades definitivas y establecer un estándar internacional. Este logro, alcanzado después de la muerte de Pierre, demostró mi perseverancia y habilidad experimental independiente, y sentó las bases para mi segundo Premio Nobel.28
6.3 Luchando contra el Prejuicio: El Rechazo de la Academia y la Prensa
En 1911, decidí presentar mi candidatura para ingresar en la prestigiosa Academia Francesa de Ciencias, un bastión masculino.25 Mi principal rival era Édouard Branly, un físico respetado por sus contribuciones a la telegrafía sin hilos.45 Lo que siguió fue una campaña de prensa brutal y vergonzosa orquestada por periódicos de derechas.45 Fui atacada con afirmaciones xenófobas – me llamaban extranjera, polaca, e incluso judía, aunque no lo era – y sexistas, utilizando supuestos análisis científicos de mi letra y rasgos faciales para desacreditarme.45 La amarga división política francesa entre católicos conservadores y librepensadores liberales, como mis amigos y yo, añadió leña al fuego.45
A pesar de mi Premio Nobel y mi reputación internacional, la Academia me rechazó por dos votos el 23 de enero de 1911.45 Fue una demostración flagrante del sexismo y la xenofobia arraigados en el establishment francés.25 Demostraba que ni siquiera los más altos logros científicos garantizaban el respeto o la aceptación si eras mujer y extranjera. Mi respuesta a este desaire fue la que siempre conocí: refugiarme en mi trabajo, volcarme aún más en el laboratorio.45 Años más tarde, cuando el gobierno francés me ofreció la Legión de Honor, la rechacé, en parte como protesta silenciosa por aquella injusticia de la Academia.49 El contraste entre este rechazo y el inminente segundo Nobel que recibiría ese mismo año subrayaba la disonancia entre mi posición científica mundial y mi aceptación social en mi país adoptivo.28
6.4 Escándalo y Fortaleza: El Caso Langevin y un Segundo Nobel
Antes de que terminara 1911, estalló un escándalo aún peor, uno que atacó mi vida personal.45 Tras años de viudez, había desarrollado una relación afectiva con Paul Langevin, un físico brillante, antiguo alumno de Pierre, que estaba separado de su esposa.24 Nuestra relación se hizo pública de la manera más sensacionalista posible: la esposa de Langevin filtró a la prensa cartas íntimas, posiblemente robadas o incluso falsificadas.45
La prensa se ensañó conmigo. Resucitaron las mentiras sobre mi origen judío, me pintaron como una destructora de hogares extranjera que corrompía a una buena mujer francesa.45 Algunos periódicos llegaron a insinuar falsamente que mi relación con Langevin había comenzado en vida de Pierre, empujándolo al suicidio.45 Fue una campaña de difamación brutal que explotaba la xenofobia y el sexismo.45 Al regresar de una conferencia científica en Bélgica, encontré una multitud enfurecida frente a mi casa en Sceaux, aterrorizando a mis hijas, Irène de 14 años y Ève de 7.45 Tuvimos que buscar refugio en casa de amigos, como Émile Borel, quien nos acogió valientemente a pesar de las amenazas.45 Langevin incluso se batió en duelo (sin sangre) con un periodista que me había vilipendiado.45
En medio de este torbellino personal y público, llegó la noticia: se me concedía el Premio Nobel de Química de 1911, esta vez en solitario, por el descubrimiento del radio y el polonio, y por el aislamiento del radio puro.4 Me convertí así en la primera persona – y sigo siendo la única mujer – en ganar dos Premios Nobel, y además en dos campos científicos diferentes.4 El Comité Nobel, preocupado por el escándalo, sugirió que no viajara a Estocolmo para recibir el premio.25 Rechacé su sugerencia. Fui a Estocolmo y pronuncié mi discurso de aceptación.25 Fue un acto de desafío, una afirmación de que mi trabajo científico se mantenía por sí mismo, independientemente de las calumnias y los juicios morales sobre mi vida privada.25 Recibí apoyo de algunos colegas, como Albert Einstein, aunque su defensa fuera a veces peculiar.47 Ganar el segundo Nobel en esas circunstancias fue una victoria pírrica pero necesaria, reafirmando el valor de la ciencia por encima del escándalo.
Capítulo 7: Ciencia en las Trincheras: La Gran Guerra (1914-1918)
7.1 Respondiendo a la Llamada de Francia: Radiología sobre Ruedas
El estallido de la Primera Guerra Mundial en agosto de 1914 interrumpió bruscamente la vida científica en París.53 Mientras el ejército alemán avanzaba y el gobierno francés se trasladaba a Burdeos 48, mi primera preocupación fue salvaguardar el tesoro nacional de radio: el único gramo existente en Francia para investigación, que estaba en mi laboratorio.53 Lo transporté personalmente en una pesada caja de plomo hasta una caja fuerte en Burdeos, y luego regresé inmediatamente a París en un tren militar.53 Sentía una profunda resolución: «Estoy decidida a poner todas mis fuerzas al servicio de mi país adoptivo, ya que no puedo hacer nada por mi desafortunado país natal en este momento…».53
Pronto me di cuenta de cómo mi ciencia podía servir en el esfuerzo bélico. Los rayos X, sabía, podían ser invaluables para los cirujanos en el frente, permitiéndoles localizar balas, metralla y fracturas en los cuerpos de los soldados heridos antes de operar.13 Sin embargo, los equipos de rayos X existentes eran enormes y solo se encontraban en hospitales fijos, lejos de las líneas de batalla.54 La necesidad era clara: llevar la radiología al frente.
7.2 «Les Petites Curies»: Salvando Vidas en el Frente
Convencí al gobierno para que me autorizara a establecer los primeros centros de radiología militar de Francia.53 Fui nombrada Directora del Servicio de Radiología de la Cruz Roja.11 Me lancé a una nueva tarea: recaudar fondos, conseguir coches de conocidos adinerados y organizaciones como la Unión de Mujeres de Francia, persuadir a fabricantes para que donaran equipos y a talleres para que transformaran los coches en furgonetas equipadas.11
Diseñé personalmente estas unidades móviles: combinaban un aparato de rayos X, un cuarto oscuro para revelar las placas y una dinamo conectada al motor del coche para generar la electricidad necesaria.54 Pronto, los soldados las bautizaron cariñosamente como «petites Curies» (pequeñas Curies).11 Para poder operarlas yo misma si era necesario, aprendí a conducir, nociones básicas de mecánica automotriz y me formé intensivamente en anatomía y radiología práctica.53
En otoño de 1914, llevé la primera «petite Curie» al frente, cerca de la Batalla del Marne.54 Mi asistente era mi hija Irène, que entonces tenía 17 años pero ya poseía una madurez y conocimientos científicos notables.11 Trabajamos juntas en puestos de socorro cercanos a la línea de fuego, realizando radiografías a los heridos para guiar a los cirujanos.11 El impacto fue inmenso. Como yo misma dije, «El uso de los rayos X durante la guerra salvó la vida de muchos heridos; también salvó a muchos de largos sufrimientos y de una invalidez duradera».53 Se estima que gracias a las unidades móviles y fijas que establecí, alrededor de un millón de soldados aliados recibieron exámenes radiológicos.41 Sin embargo, este trabajo no estuvo exento de riesgos. En aquellos días, la protección contra la radiación era inadecuada, y tanto Irène como yo estuvimos expuestas a dosis considerables de rayos X, un peligro del que éramos conscientes, pero que asumimos en aras del deber.42 Esta iniciativa demostró mi capacidad para adaptar mis conocimientos científicos a necesidades prácticas urgentes, liderando un esfuerzo logístico y técnico complejo en condiciones extremas.53 Trabajar codo a codo con Irène en esas circunstancias peligrosas fue una experiencia única que sin duda la marcó y fortaleció su propio camino científico.11
7.3 Formando Mujeres para un Nuevo Rol
La demanda de servicios radiológicos era enorme. Pronto quedó claro que necesitaba ayuda para operar la creciente flota de «petites Curies» (llegaron a ser 20) y para dotar de personal a los aproximadamente 200 puestos radiológicos fijos que ayudé a establecer en los hospitales de campaña.48
Decidí formar a mujeres para esta tarea. Personalmente, capacité al menos a 150 mujeres como técnicas radiólogas.25 No eran científicas de formación, sino ciudadanas corrientes con educación básica.56 Les impartí cursos intensivos de seis semanas sobre los fundamentos de la electricidad, la teoría y el manejo de los rayos X, anatomía, e incluso reparación de automóviles y procesamiento fotográfico.55 Esta formación no solo fue una necesidad práctica para mantener operativas las unidades, sino que también brindó a estas mujeres habilidades técnicas valiosas y un papel crucial y responsable en el esfuerzo bélico, un acto significativo de empoderamiento femenino en un campo técnico dominado por hombres.25
Después de la guerra, el gobierno francés reconoció el trabajo hospitalario de Irène otorgándole una medalla militar.53 Sin embargo, a pesar de haber concebido, organizado y dirigido todo el servicio radiológico, yo no recibí ningún reconocimiento oficial similar por parte de Francia.48 Esta omisión resonó con el anterior rechazo de la Academia, sugiriendo una persistente reticencia institucional a reconocer plenamente mis contribuciones a mi país adoptivo.45
Capítulo 8: Construyendo un Legado: El Instituto del Radio y Más Allá (1919-1934)
8.1 Un Hogar para la Investigación sobre Radioactividad
La guerra había interrumpido los planes para mi gran proyecto: el Instituto del Radio (Institut du Radium) en París. Construido conjuntamente por la Universidad de París (la Sorbona) y el Instituto Pasteur justo antes de que estallara el conflicto 11, finalmente pudo comenzar a operar en serio después de la guerra, hacia 1918 o 1919.17
El Instituto encarnaba mi visión de una investigación institucionalizada y colaborativa, superando las condiciones improvisadas de mis primeros años. Su estructura era única: constaba de dos laboratorios. Uno, bajo mi dirección, dedicado al estudio de la física y la química de la radiactividad; el otro, dirigido por el Dr. Claudius Regaud, centrado en la investigación biológica de los efectos de la radiación y el tratamiento del cáncer.9 Esta estructura dual reflejaba mi profunda convicción en la conexión entre la ciencia fundamental y sus aplicaciones prácticas, especialmente en medicina.11 El Instituto se convirtió rápidamente en un centro de renombre mundial para la física y la química nucleares 28, atrayendo a investigadores de todo el mundo. Bajo mi dirección, se convirtió en un hervidero de actividad científica, produciendo cientos de publicaciones y formando a decenas de doctores.17 Dirigir el Instituto me dio una plataforma para guiar la investigación en el campo que habíamos creado y para formar a la siguiente generación de científicos.17
8.2 Embajadora de la Ciencia: Viajes y Apoyo
La posguerra trajo consigo dificultades financieras para el Instituto.57 Mi papel evolucionó; además de científica y directora, me convertí en una especie de embajadora de la ciencia, utilizando mi fama internacional para asegurar los recursos vitales que necesitábamos.49
En 1921, realicé un viaje muy publicitado a los Estados Unidos.28 Fui recibida por el presidente Warren G. Harding y, lo más importante, se me entregó un regalo extraordinario: un gramo de radio puro, valorado en unos 100.000 dólares de la época, comprado gracias a una campaña de recaudación de fondos organizada por mujeres estadounidenses.28 Este precioso gramo era esencial para continuar nuestra investigación y para las aplicaciones terapéuticas en el Instituto.
Mis viajes continuaron, siempre buscando apoyo para la ciencia. Y un sueño largamente acariciado se hizo realidad: logré impulsar la creación de un Instituto del Radio en Varsovia, mi ciudad natal.25 Inaugurado en 1932, fue mi manera de contribuir científicamente a la Polonia que nunca había dejado de amar, conectando mi legado científico con mis raíces.25 También me involucré activamente en la cooperación científica internacional, participando en la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones.57
8.3 Mis Hijas, Mi Legado: Irène y Ève
Ver crecer a mis hijas fue una de las grandes alegrías de mi vida. Irène siguió mis pasos científicos, trabajando estrechamente conmigo en el Instituto.6 Se casó con Frédéric Joliot, un físico talentoso que había sido alumno de Paul Langevin.6 Juntos, Irène y Frédéric hicieron un descubrimiento trascendental: la radiactividad artificial. Por ello, recibieron el Premio Nobel de Química en 1935, poco después de mi muerte.6 Fue la continuación directa de nuestra dinastía científica.
Ève, mi hija menor, eligió un camino diferente.5 Desde niña mostró talento para la música y las artes.5 Se convirtió en pianista, periodista y escritora.5 Su biografía sobre mí, «Madame Curie», fue un éxito mundial y ayudó a dar forma a mi imagen pública.5 Ève bromeaba a veces diciendo que ella era la única de la familia inmediata sin un Premio Nobel 5, pero su dedicación posterior al trabajo humanitario con UNICEF, viajando por el mundo para ayudar a niños y madres, fue un legado igualmente valioso.5 Su marido, Henry Labouisse Jr., aceptó el Premio Nobel de la Paz en nombre de UNICEF en 1965.5 Estaba inmensamente orgullosa de las dos, de sus caminos tan diferentes pero igualmente significativos. Irène perpetuó la investigación científica; Ève comunicó la historia humana y el espíritu de servicio.5
8.4 Nutriendo a Futuros Científicos
Una de las funciones más gratificantes de mis últimos años fue la de mentora en el Instituto del Radio.17 A pesar de las barreras que yo misma había enfrentado, me esforcé por crear un ambiente inclusivo. Di la bienvenida a numerosos investigadores, incluyendo un número significativo de mujeres, tanto de Francia como del extranjero.25 Verlas llegar, ansiosas por aprender y contribuir, fue profundamente satisfactorio. Varias de mis protegidas regresaron a sus países de origen para convertirse ellas mismas en pioneras, ocupando las primeras cátedras universitarias para mujeres en sus naciones o liderando la investigación sobre radiactividad.56
Siempre creí firmemente en la importancia de apoyar a los jóvenes científicos y asegurar la continuidad del esfuerzo científico más allá de los logros individuales.1 Como dije a menudo: «Es mi ferviente deseo que algunos de ustedes continúen este trabajo científico y mantengan como ambición la determinación de hacer una contribución permanente a la ciencia».1 Mis acciones, desde la formación de mujeres durante la guerra hasta la tutoría en el Instituto, fueron la puesta en práctica de esta filosofía.17
8.5 El Enemigo Invisible: El Costo de la Radiación
Con el paso de los años, la conciencia sobre los peligros de la exposición prolongada a la radiación fue creciendo, aunque quizás demasiado tarde para mí y para otros pioneros.9 Mi propia salud comenzó a resentirse de forma notable. Sufrí cataratas que requirieron múltiples operaciones para restaurar parcialmente mi visión; mis dedos estaban quemados y marcados por décadas de manipular materiales radiactivos, a menudo con las manos desnudas en los primeros tiempos.9 Recordaba aquellos días en el cobertizo mal ventilado, sin las precauciones que hoy parecen elementales.9
En mis últimos años, consciente ya de los riesgos, abogué por la implementación de medidas de seguridad en el trabajo con radio: el uso de pantallas de plomo, análisis de sangre periódicos para los trabajadores.9 Era un intento de proteger a otros de los peligros que yo había enfrentado, quizás con insuficiente conocimiento al principio.
Pero el daño ya estaba hecho. Desarrollé anemia aplásica, una grave enfermedad de la sangre en la que la médula ósea deja de producir suficientes células sanguíneas.9 Mi muerte llegó el 4 de julio de 1934, en el sanatorio Sancellemoz en Passy, Francia, a la edad de 66 años.11 La causa fue, casi con certeza, la leucemia o la anemia inducida por la radiación, el resultado de décadas de exposición acumulada.9 Mi cuerpo estaba tan impregnado de radiactividad que tuve que ser enterrada en un ataúd revestido de plomo.46 Incluso hoy, algunos de mis cuadernos de laboratorio, mis libros de cocina, mis papeles personales, siguen siendo demasiado radiactivos para ser manipulados sin protección.37 Fue la paradoja final: los mismos elementos que desvelé al mundo y que ofrecían tanta promesa, especialmente en medicina, fueron los que finalmente silenciaron mi vida.62
Epílogo: El Resplandor Duradero
Ahora, desde un lugar más allá del tiempo, contemplo el camino recorrido. Mi vida fue una búsqueda incesante, impulsada por una curiosidad infantil ante los fenómenos naturales, por lo que siempre llamé «la belleza de la ciencia».7 No fue un camino fácil. «La vida no es fácil para ninguno de nosotros», solía decir, «Pero, ¿y qué? Debemos tener perseverancia y, sobre todo, confianza en nosotros mismos. Debemos creer que estamos dotados para algo y que eso debe ser alcanzado».1 La pobreza, el sexismo que me negó oportunidades y cuestionó mis logros 10, la pérdida desgarradora de Pierre 4, el escándalo público 45, la enfermedad que finalmente me consumió…9 fueron obstáculos formidables, pero la determinación de comprender, de contribuir, fue más fuerte.
El impacto de nuestros descubrimientos superó con creces lo que podríamos haber imaginado en aquel cobertizo parisino. Cambiamos fundamentalmente la comprensión del átomo, demostrando que no era indivisible, sino un complejo universo interior.22 Abrimos la puerta a la era de la física nuclear.34 Y, quizás lo más gratificante para mí, nuestro trabajo con el radio revolucionó la medicina, sentando las bases para la radioterapia y ofreciendo una nueva esperanza en la lucha contra el cáncer.11 Siempre mantuve la esperanza, como Pierre, de que «la humanidad sacará más bien que mal de los nuevos descubrimientos» 1, aunque la dualidad de esa promesa – el poder de curar y el potencial de destruir – siempre estuvo presente.
Mi legado, espero, perdura no solo en los libros de ciencia o en los tratamientos médicos, sino también en el espíritu de perseverancia frente a la adversidad. Perdura en mi amada Polonia, a la que intenté servir a través de la ciencia.25 Perdura en las mujeres que siguieron mis pasos, rompiendo barreras en campos que antes les estaban vedados.25 Y perdura en mis hijas, Irène y Ève, que llevaron la antorcha de la familia Curie de maneras tan distintas y admirables.5
Al final, mi mensaje sigue siendo el mismo: «Nada en la vida debe ser temido, solo comprendido. Ahora es el momento de comprender más, para que podamos temer menos».1 Que la luz del conocimiento siga brillando, iluminando las sombras de la ignorancia y el miedo. Ese fue el trabajo de mi vida. Y lo que queda por hacer, siempre, es continuar.
Obras citadas
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